viernes, 24 de septiembre de 2010

El Puente

El puente

El puente que tenía delante se presentaba inmisericorde. La otra orilla se veía lejana, casi inalcanzable.
Las lianas estaban inestables, mal conservadas y las cañas de bambú en donde sus pasos se apoyarían, no se encontraban en su mejor estado.
Abajo, muy abajo, el torrente corría desaforado en una grieta ancha y profunda que había profanado en la roca. La sensación de vértigo era insoportable.
Se tomó lo más fuerte que pudo, respiró profundo y comenzó a cruzar muy despacio.
El puente se bamboleaba y crujía, y competía con él por gritar el lamento más lastimero.
Cada paso que daba iba acompañado de una oración, del deseo apremiante de que el puente resistiera el peso del cuerpo, que el castigo miserable del tiempo no lo hubiese podrido del todo.
Cuando hubo recorrido una cuarta parte, las cañas habían sido suplantadas por maderos un poco más fuertes y las lianas, por sogas más gruesas y seguras. Si bien era dificultoso atravesarlo, se hizo un poco más llevadero, alivianando el mareo y el temor.  
-Menos mal que ha alguien se le ocurrió continuarlo con mejores materiales-, se dijo a sí mismo en voz alta para sentirse menos solo y darse coraje.
En ese momento una de las tablas se quebró y su cuerpo se hundió hacia la nada. Tuvo que acudir a todo su ingenio y desesperación para aferrarse y no caer al vacío.
Veía los rápidos abajo y sus ojos desesperados buscaban la otra orilla como una manera de sujetarse a la idea de que estaba ahí nomás, un estirar de mano y llegar, un agarrarse para no caer.
Pudo lograrlo y ni bien dio un par de pasos, las tablas ya estaban pegadas unas a otras formando un suelo macizo, y en lugar de las sogas, unas barandas de hierro reforzadas con mallas de alambre, cerraban el puente a cada lado.
-Qué extraño puente-, comentó en voz alta.
Un viento arremolinado comenzó a darle a la construcción movimiento pendular. Se asió con miedo y se detuvo con los ojos cerrados mientras se hamacaba en el aire cada vez con mayor velocidad. Los brazos estaban a punto de ceder y las manos le dolían demasiado. Abrió los ojos y de golpe todo cesó. Ni la más mínima vibración.
-¡Dios mío, qué es esto, qué está pasando!-, dijo aterrorizado.
Ni bien dio dos o tres pasos más, la estructura se convirtió en una carretera de cemento como la de Zarate-Brazo largo. La transitó intranquilo esperando, internamente, un terremoto que no nunca llegó. Por fin alcanzó la otra orilla y sintió el alivio. En lo profundo sentía su corazón intranquilo, inquisidor
Aquietó los latidos y al darse vuelta para contemplar el extravagante puente que había cruzado, éste ya no estaba. Ni el río torrentoso, ni la otra orilla. Sólo una vereda al otro lado de la calle.
Se sentó en el cordón apoyando los pies en la negra alcantarilla de hierro, escuchando los residuos de agua escurrirse en ella.
 Y ahí se quedó un largo rato pensando, tratando de desentrañar lo sucedido, pero no pudo. Sólo intuía que lo que le había acontecido de alguna manera era real, que no había ningún truco, acto ilusorio ni sobrenatural.
Se levantó y comenzó a caminar hacia el motivo que lo hubo sacado de su casa.
En un acto mecánico metió la mano en el bolsillo posterior del vaquero buscando la billetera para asegurarse de que la dirección se encontrara allí todavía. Cuando la abrió, vio que al calendario se le habían borrado los días y los meses. Estaba en blanco.
Comenzó a correr desesperado sin rumbo, buscando asistencia.
El paisaje y él habían comenzado a desdibujarse.
 Silvia Carmen Mendoza
                     










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